Ulises
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Solemne, el gordo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja. La suave brisa de la mañana le sostenía levemente en alto, detrás de él, la bata amarilla, desceñida. Elevó en el aire el cuenco y entonó:
¿Introibo ad altare Dei.
Deteniéndose, escudriñó hacia lo hondo de la oscura escalera de caracol y gritó con aspereza:
¿¡Sube acá, Kinch! ¡Sube, cobarde jesuita!
Avanzó con solemnidad y subió a la redonda plataforma de tiro. Gravemente, se fue dando la vuelta y bendiciendo tres veces la torre, los campos de alrededor y las montañas que se despertaban. Luego, al ver a Stephen Dedalus, se inclinó hacia él y trazó rápidas cruces en el aire, gorgoteando con la garganta y sacudiendo la cabeza. Stephen Dedalus, molesto y soñoliento, apoyó los brazos en el remate de la escalera y miró fríamente aquella cara sacudida y gorgoteante que le bendecía, caballuna en su longitud, y aquel claro pelo intonso, veteado y coloreado como roble pálido. Buck Mulligan atisbó un momento por debajo del espejo y luego tapó el cuenco con viveza. ¿¡Vuelta al cuartel! ¿dijo severamente. Y añadió, en tono de predicador: ¿Porque esto, oh amados carísimos, es lo genuinamente cristino: cuerpo y alma y sangre y llagas. Música lenta, por favor. Cierren los ojos, caballeros. Un momento. Hay algo que no marcha en estos glóbulos blancos. Silencio, todos.
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