El Virginiano Un Caballero de las Llanuras
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Una escena curiosa atraía a los pasajeros hacia la ventanilla, tanto hombres como mujeres, así que me levanté y crucé el vagón para ver de qué se trataba. Cerca de las vías vi un cercado y alrededor de este había algunos hombres riendo, dentro del cercado había torbellinos de polvo, y en medio del polvo algunos caballos, corcoveando, apiñándose y esquivándose. Eran ponis vaqueros en un corral y uno de ellos no se dejaba atrapar, daba igual quién le lanzara el lazo. Estuvimos un buen rato contemplando aquel espectáculo, nuestro tren había parado para llenar el motor junto al tanque de agua un poco antes de llegar al andén de la estación de Medicine Bow. Ya llevábamos un retraso de seis horas y nos moríamos por algo de entretenimiento. El poni del corral era listo y de patas ligeras. ¿Han visto alguna vez a un boxeador habilidoso estudiando a su antagonista con una mirada silenciosa y fija? Esa mirada era la que el poni clavaba en cualquiera de los hombres que se acercara con el lazo. El jinete podía fingir que miraba hacia el cielo, que lucía espléndido, o que entablaba una animada conversación con un viandante, todo era inútil. El poni lo adivinaba. Ningún amago lo engañaba. Ese animal era todo un hombre de mundo. Sus ojos atentos se clavaban en la amenaza disimulada y la gravedad de su rictus de caballo convertía la situación en una escena de comedia costumbrista. Luego, le lanzaban el lazo, pero el animal ya se encontraba en otro lugar, si los caballos se ríen, debía de abundar la alegría en aquel corral. En ocasiones, el poni daba una vuelta solo, a continuación se deslizaba como un rayo entre sus hermanos, y todos ellos, como un banco de peces juguetones, salían trotando por el corral, pateando el fino polvo y ¿tal como me pareció¿ riéndose a carcajadas.
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